BIOGRAVIDA

¡¿No te ha pasado que no sabes nada del escritor al que sueles leer?!


¡A mí la curiosidad me mata! Cualquier persona suele ponerte su fantástico Currículum Vitae y sus logros de hoy, pero el camino, el recorrido de su vida y pequeñas anécdotas, nadie o casi nadie. Yo quiero escribirte aquí todo aquello que me gustaría saber de otros...

Orihuela 1976 (Tierra olvidada de Miguel Hernández)

#PRIMERAPARTE
¡Calma! 
Que no voy a escribir toda mi vida, solo la parte que yo considero más bonita hasta que, y para que conste lo sigo pensando, el conocimiento eliminó al desconocimiento y... ¡Lo "jodió"!

<<La ignorancia es la felicidad del ser humano>> Cuanto más sabes más difícil se hace la vida, te lo digo como una reflexión tras muchos de "sube y baja"...

Mi nombre es Manuel Fernando, y ya sé que suena a las antiguas telenovelas sudamericanas. La originalidad de mi padre fue poner el nombre de mi abuelo materno al que no conocí, Manuel, y el de Fernando, su padre y del que recuerdo su aspecto, su olor y las cabras. ¡Sí, sí, las cabras! Es de lo que vivía, ya que era el único que tenía un rebaño de ellas en plena urbe. ¡Y no sabes el dinero que dejan! Te sorprendería.


Mi último apellido es Vegara, y llevo toda la vida con títulos, diplomas y demás anécdotas, en los que erróneamente me escriben "Vergara", con la "r", y por ese motivo decidí eliminarlo y quedarme solamente con el primero, Rodríguez.

Mi padre es chófer de profesión y es el único analfabeto que conozco que tiene absolutamente todos los carnet de conducir existentes. Mi madre, aparte de ama de casa, que ya es decir mucho, limpiadora.


Provengo de una familia humilde, hijo "de en medio" de tres, y hoy me río al decir que soy la oveja negra, pero negra. ¡El inconformista!


Estudié en un colegio religioso -a priori-, como una sucursal de lo que llamamos "la fábrica de curas", el seminario; Oratorio Festivo de San Miguel, ¡ahí es nada el nombre!


Tengo la mala suerte de tener desde niño memoria fotográfica, así que recuerdo miles y miles de cosas de aquella infancia. Hasta de cuando con un par de años mi tío Juan Pedro me dejó colgado de la rama de una morera por trasto. ¡Y allí quedé colgado como un murciélago con los brazos extendidos! Y no me solté por cabezonería, hasta que paso un cuarto de hora y me bajaron. Considero mi pueblo, mi casa, a una pedanía de Orihuela, el Raiguero de Bonanza, o el Riguero, como lo llamamos los que somos de allí. En este pueblo es donde me han pasado miles de cosas, buenas y no tan buenas, de las que hoy guardo gratos recuerdos. 


Para mí, para que puedas entenderme, la casa de mis padres era como un trámite entre semana debido al colegio, pero yo estaba deseando que llegase el viernes por la tarde, donde cogía la Guagua (el bus), justo al bajar la cuesta del cole. A veces solo o la mayoría, allí estaba, "terremoto Chacha" -la hermana de mi abuela materna-. Soltera y entera, vivía junto con mi abuelita en una casa que, cómo decirlo para que puedas entenderme; más que casa era la de todos. ¡Ellas son mis dos madres!

Sé que ambas están siempre ahí

Hecha con piedra, barro y cañas desde la guerra civil, construida por mi abuelo materno, del que recuerdo su foto; feo como él solo y alto según me decía mi abuelita. ¡2,10 medía el muchacho!

Pues con estas dos viejillas, a modo cariñoso, me he criado desde siempre. Para mí ambas dos han sido mis madres, lo que yo más he querido en toda mi vida y de las que no pasa un solo día que las tenga en mi mente, en mi corazón y le cuente alguna frase o anécdota de ellas a mi hija pequeña.


Del colegio, de ese Oratorio tal cual, ya es bastante con decir el primer nombre, a día de hoy conservo dos amistades, dos profesores con los que mantengo contacto en estos momentos, D. José Antonio Muñoz y D. Jaime Verdú. Les pongo el "Don" por dos motivos, uno; porque tras ocho años y algunos más después, quitar ese "pre" es complicado, hasta a día de hoy se me escapa, y dos; creo que por aguantar aquello, a nosotros los estudiantes, bien merecido lo tienen. Y eso que éramos casi buenos, ¡casi!


No era mal estudiante, me apasionaba esa asignatura que era una mezcla de historia y geografía (Editorial Santillana), que se llamaba "Sociales". Yo me imagina como si fuese una película cualquier cosa de ella cuando el profesor nos daba la clase, y así lo memorizaba, ya que era un estudiante que estudiaba poco pero con un notable y sobresaliente de media en todas esas asignaturas que se daban entonces. ¡Ese EGB que tanta guerra me dio!


Me pasé muchos años, creo que todos desde cuarto, yendo a la biblioteca cada tarde al salir, si no tocaba clases de guitarra en la Tuna. (Si quieres saber más de esta parte, no te pierdas UN PIANO DE SEIS CUERDAS) La cuestión para mí era estar en un ambiente de culto, de silencio, que me inspirara, ya que no es que fuese a hacer los deberes, sino a buscar cosas que me llamaban la atención al ver esos libros tan viejos.

El sistema era muy moderno; signatura, unos números y todo ello en fichas de cartulina en unos archivadores largos, tan largos que había veces que tenía que sacarlos con ayuda. ¡Horas y horas leyendo códigos y resúmenes! No eran sinopsis, eran resúmenes, tal cual.


Justo al lado de esa biblioteca, hoy es un hotel y de aquella preciosa casa ya no queda prácticamente nada, había una papelería. De esas que aparentan que van a cerrar, todo viejo, polvo, cristales sucios y papeles quemados por el sol. Pero seguía abierta curiosamente.


Dentro, un señor mayor, muy mayor, al que yo le compraba de vez en cuando alguna libreta vieja porque eran muy baratas. Me hice amigo de él, o al menos así lo interpretaba yo.


Un día, buscando un paquete de fichas de cartulina, como las que veía en la biblioteca y que yo, ¡cómo no!, quería hacer algo parecido para mí, para mis cosas; con códigos y eso... me dejó entrar a la trastienda a buscarlas. Y me quedé alucinado de todo lo que tenía, pero viejo, eso sí.


¡Y pensé!... esto, si yo lo compro barato, lo puedo vender en el Riguero.


Yo ya hacía mis pinitos en ventas y aquello que yo llamaba tienda cuando juntaba dos cajas de cartón. Lo que vendía; unos cómic que yo hacía entre semana y que les sacaba fotocopias, los doblaba y en el colegio, donde estaba una copistería de silicona -era un proceso muy antiguo donde los profesores traían los exámenes redactados a máquina y realizaban una copia por un proceso químico que quedaba grabado en aquella gelatina. A mano, folio a folio, se ponía encima y hacía copias- había una grapadora larga que yo utilizaba para confeccionar aquellos cuadernillos. Eso sí, sin que me viese nadie.


Me inventé un personaje: Manuela. NO TE PIERDAS EL BLOG <<Con ojos de Manuela>>


Un dibujo simple pero que me permitía hacer muchos de ellos sin grandes detalles para reflejar, viñeta a viñeta, cualquier cosa que me llamase la atención. Casi siempre, cualquier cosa que veía que hacían las personas con sus actos diarios y que yo no entendía el motivo. Así que decidí, a través de ellos, buscarle una explicación que yo me inventaba la mayoría de las veces con sus dibujos y sus conversaciones, eso sí. Tenía 07 años -crecí leyendo cómics de la editorial Bruguera, en concreto uno muy grande de un personaje, Benito Boniato, y que leí cientos de veces en el baño. Yo creo que esas historias de aquel gran libro me contaminaron para siempre. 

En los libros hay mucho más que letras, hasta puedes encontrar tu camino en ellos

En mi pueblo hacíamos eso, jugábamos a las tiendas, a poner puesto en la plaza de la Cruz o la Ermita, o donde se pudiese que pasara gente y nos viese ese puesto hecho con cajas de cartón, colorines y mucha ilusión.

Volviendo a aquella papelería de aquel señor mayor junto a la biblioteca donde pasaba esas tardes entre semana, lo llegué a hacer durante mucho tiempo. Compraba libretas, agendas, bolígrafos y lápices, cuentos para colorear y mil cosas más. La cuestión es que el juego aquel realmente funcionaba y lo vendía casi todo, así que los viernes, antes de coger la Guagua, pasaba por la papelería, compraba el "género" -yo así le llamaba porque se lo escuché a un dependiente un día que acompañe a mi madre a una tienda de bolsos- y al pueblo, a vender.


Yo siempre tenía una regla, los beneficios los partía en tres; uno para comprar más, otro para mí y el restante, fíjate tú, por si acaso. ¡¿Por si acaso?! No tengo ni idea ni para qué o el por qué pero yo lo guardaba en una caja de metal que tenía escondida.


Terminando sexto curso, recuerdo que un amigo de un tío por parte de mi padre, en una conversación en la que yo me metí, no me preguntes el cómo, vendía jamones. Allí estaban los catálogos y esa charla entre los adultos. Yo, ni corto ni perezoso, le dije; ¿Yo puedo vender? Mi padre me miró raro y aquella persona, que resulta que era el supervisor de la zona de Valencia, me dijo; ¡Claro! Me dio tarifas y catálogos. También una bolsa de llaveros como reclamo publicitario; eran una bellotas preciosas. Los jamones eran de Mérida.


De esas tarifas habían tres: la que mayor comisión obtenía y el precio del kilo por jamón que era el más caro, y las otras dos que tenías menos porcentaje por las ventas. A día de hoy, es obvio que tendría que haber comprobado el precio de mercado y vender con la tarifa más competitiva o baja. No fue así, yo me puse bar a bar, restaurante a restaurante, vecino a vecino, a vender con la más cara. El jamón no salía precisamente barato, pero yo pensaba que era la adecuada porque me pagaban más comisión.


Yo me lo tomé enserio, pero ellos se pensaban que era por jugar o cualquier otra cosa, hasta que un día, a la semana y media, llamo a este supervisor por teléfono desde la habitación de mi madre y le digo: Soy el sobrino de Jesús, de Orihuela, te llamo para pasarte el pedido de los bares que he hecho. Se produjo un silencio de unos segundos y me dijo; a ver, dime los códigos, el nombre del bar, el nombre del dueño y su teléfono.


Debido a mis ganas y a esa organización que siempre buscaba en casi todo, como si fuese un negocio real, al menos para mí lo era, sin pensar que me pedirían los datos, yo compré varios tacos de presupuestos a mi amigo de la papelería, mi proveedor, y que entonces no sabía ni lo que era aquella palabra, me sonaba a "profe". Así que cuando me hacían un pedido, recuerdo las caras de los dueños al verme y al ofrecerles lo que vendía, ¡todo un cuadro!, tomaba nota de las referencias, de sus datos e incluso les obligaba a firmarlo y les dejaba copia.


Cuando a este señor le pasé todos los datos conforme me pidió por teléfono; el pedido, nombre, teléfono y demás, se produjo otro silencio, más aún cuando estaba viendo que el montante económico no era poco y que lo había vendido con la tarifa más cara.


Vino a la semana siguiente y me llamó, me esperó a la salida del colegio un viernes y traía en una furgoneta todos los pedidos. Me recogió a medio día, ya que los viernes tarde no teníamos clase, y previamente con permiso de mis padres, nos fuimos a comer juntos a un bar de trabajadores entre un pueblo y Orihuela. ¡Yo jamás había comido fuera de casa! Aquello me alucinó.


Me contaba historietas de clientes, de cómo lo había hecho y mil cosas más. Piensa que el "cuerpo" y la estatura más el aspecto que yo tenía no era similar a la de un niño de ahora con la edad de entonces en sexto-séptimo curso, pero aún así se veía que era un niño.


Por la tarde fuimos bar por bar, establecimiento por establecimiento, repartiendo los pedidos juntos. Él conversaba y se presentaba a los clientes que yo había hecho, y supongo que antes de todo ello los fue llamando por teléfono uno a uno y preguntando a los clientes si el pedido era real. ¡Claro, imagínate! Yo veía sonrisas hacia mí, bajada de volumen durante esas conversaciones entre las personas que estaban en el restaurante y el supervisor mirándome de vez en cuando. Yo no tenía ni idea de el por qué, pero con que le pagasen yo era feliz.


¡22.000 pesetas! ¡Sí, sí!, esa fue mi comisión tras la primera semana y media de ponerme a vender al salir del colegio, lo sábados, festivos y cuando tenía oportunidad.


En aquel tiempo y en aquella papelería cochambrosa, no había más definición que esa para describirla, encontré un libro: David Ogilvy & La Publicidad (Prólogo de Luis Bassat - 1989), yo tenía 13 años recién cumplidos. Me pasaba las noches, linterna en mano bajo las sábanas, leyéndolo y soñando con tener mi propia empresa. ¡Me apasionó es libro!
Y así seguí más de un año, vendiendo y visitando locales y con mi propia "organización" como si tuviese una empresa real, hasta que el gerente de Alicante pidió hablar con mi padre en la nave donde tenían el género para distribuirlo; una nave dentro de otra, de la empresa Redur Transportes, en el polígono de las Atalayas en Alicante.


Recuerdo el olor de aquella nave al entrar por primera vez como si la estuviese oliendo ahora mismo; a jamón, a chorizo fuerte, a rancio, a madera, una mezcla muy rara.


Mi padre estuvo hablando con este señor, un hombre bien mayor dentro de la única oficina, o al menos como yo podía entender como eso; un despacho lleno de máquinas, impresora de matriz para los albaranes y papeles por todas partes.


Y la conversación fue esta:


NO TE PIERDAS LA #SEGUNDAPARTE ¡PRÓXIMAMENTE!