UN PIANO DE SEIS CUERDAS

Una pequeña historia que me marcó para siempre...

Puede que tuviese unos seis o siete años, o por ahí andará la fecha exacta porque lo que recuerdo es aquella situación y desconozco si mi padre se acordará de ello. Yo lo recuerdo como si fuese hoy, ahora mismo, en este instante en el que lo escribo.

En la calle mayor de Orihuela, al final de la misma donde terminaba el suelo empedrado, había una tienda de instrumentos musicales. Cada vez que pasaba por ella me quedaba mirando su interior y aquel señor de bigote que atendía a quienes entraban en ella. Recuerdo que llevaba gafas y lamento no recordar su nombre, pero su cara, su forma de hablar y sus manos, como si las tuviese delante en este preciso momento.

En ese pueblo donde pasé mi niñez (El Rincón de Bonanza), hacíamos baterías con tambores de los detergentes ("Colón" era la marca más habitual), guitarras con palos y cartones, pianos con cinta aislante y madera, unos rotuladores de la marca Carioca y mucha, pero que mucha imaginación. ¡Yo era el del piano!

Miguel, "Miguel el cartero", que así se le conocía en Orihuela y al que yo jamás ni me había fijado cuando llegaba a entregar un certificado a casa de mis padres y ni tan siquiera sabía de lo que te cuento a continuación -Miguel, dirigía la Tuna de Orihuela y ensayaban por las tardes-, hablaba con mi madre en una ocasión.

Todo ello porque yo, este chaval que no quería estar mucho en su casa sin salir, en la de sus padres, pretendía obtener algo más de libertad de lunes a viernes. El "santo viernes" por la tarde era el día que, al salir del colegio, cogía la Guagua (el bús) para subirme al Riguero, como yo le llamaba a la casa de mi abuelita y mi Chacha (la hermana de mi abuela materna) para pasar el fin de semana. ¡Pero esto te lo contaré en otra ocasión!

Aún así, yo no sabía nada de lo que se acontecía a mis espaldas.

Un día, un sábado por la mañana si la memoria no me falla, paseando con mi padre, y que seguramente no era por el hecho de pasear juntos si no porque algo tendría que hacer por los aledaños, nos paramos juntos en la tienda. Y hasta hoy me da que pensar de que si fue a cosa hecha, como decimos los de allí.

Pues tras ojear el exterior entramos. Mi padre se quedó hablando con el dueño de la tienda y yo, entre tanto instrumento se me iluminó la cara. ¡Allí estaban los pianos!

Como cualquier niño, y previamente con el "sensor de la vigilancia" por si me pillaban y me llamaban la atención, por aquello de no tocar, acariciaba las teclas, las blancas y las negras, la madera brillante, las palancas de los pies, que ni sabía para qué servían. Y en el asiento del piano más grande me senté casi escondido.

Aquello era grande, muy grande, muy brillante y hasta pensaba que con él me haría famoso, un cantante de esos de la tele, de los programas del sábado noche que veía con mi abuelita y mi Chacha. Lo curioso era que quería tocar el piano porque así no era necesario que cantase, algo que me daba muchísima vergüenza y me sigue dando en ocasiones a día de hoy.

De repente se me acerca mi padre, me pilla sentado al piano -justo lo que me dijo que no hiciese; tocar nada-, y se me queda mirando a mí y al piano. Lo miró desde distintas perspectivas, como midiéndolo, pensé en esos momentos.

Yo creo que aquel hombre, un trabajador analfabeto -mi padre solo sabe mal leer, escribir su nombre y poco más, lamentablemente-, se estaría preguntando dónde metía aquello en una casa de sesenta metros.

Lo vi mirando al techo, supongo que es una expresión típica de "¡madre mía!", y al mismo tiempo no dejaba de tener a la vista al hombre de la tienda. De repente, lo veo que se acerca a mi lado, y coge algo de abajo del piano que colgaba, la etiqueta del precio, con disimulo al mismo tiempo que seguía mirando al dueño que estaba atendiendo a otra persona en el mostrador. Supongo que era una forma de que tuviese controlado sus posibilidades económicas personales sin tener que preguntarlo.

Y miró la etiqueta que sostenía en la mano. La cogió y la miró al menos cinco veces en repetidas ocasiones. ¡Miraba y miraba al techo!

Como si fuese salido de un comic y en la misma posición que estaba, giró la cabeza hacia atrás varias veces. A sus espaldas colgaban una batería de guitarras y con ellas las etiquetas. ¡Sí, la de los precios!

Sin soltar la etiqueta del piano, cogió una de la primera guitarra que alcanzaba. Y tú puedes pensar que la diferencia de precio, ya por el hecho del propio instrumento era lógico, el piano costaría más que la guitarra. ¡Vaya usted a saber qué estaría pensando ese hombre!

Se quedó sin moverse por unos segundos, recuerdo que me miraba y yo a él, y que no entendía nada de lo que pasaría, ni si quiera lo que me dijo a continuación.

- Magüe - (así me llaman desde pequeño los familiares más cercanos. Lo contaré en otro momento), tú vas a tocar un piano de seis cuerdas.

¡Menos mal que no había un trompón cerca del piano!... eso fue lo que pensé. 

Toco la guitarra casi bien... como para quemarme el trasero componiendo algunas letras que nunca pensé que algún día pudiesen llegar a sonar. 

Así me pasé unos largos años. Al salir del colegio iba, donde tocase que se reuniese la Tuna para ensayar, a esas clases de guitarra. No era solfeo ni mucho menos, sino los acordes, la práctica y cantar. ¡Cantar! Lo que más vergüenza me daba en el mundo, pero a todo se acostumbra uno.

De aquellos tiempos recuerdo a la esposa de Miguel, a él mismo, a su hijo Michael, y a su hija, de la que no recuerdo el nombre pero era, y seguirá siéndolo seguro, la mujer más bonita que había visto en mi vida -mucho mayor que yo y de la que confieso que estaba enamorado como un tonto- , alguna novieta (o dos, o tres, o...), y lo único que me ha tocado en un sorteo en toda mi vida y hasta la fecha, un muñeco de la cadena de supermercados UDACO que sorteaban. No sé muy bien el por qué, pero la gente se daba de leches por ellos.

Todos en el mismo grupo, desde noveles a más experimentados, "tuneros" y ese acorde "Mi mayor" que me acompañó durante meses antes de cambiar al siguiente.

Así que toco la guitarra por precio, no porque me paguen por mi música sino por la diferencia entre lo que costaba un piano y el instrumento del cual estoy muy orgulloso de aporrear de vez en cuando y agradecido de todo aquello que viví.